Saturday, December 14, 2013

Someillan Sorry

La primera entrega ocurrió cuando estaba a punto de registrar las maletas para poner fin a mí visita. Félix entró a la suciedad del aeropuerto arrastrando su sombra flácida y un baúl más grande que él. Se apresuraba a la boca un pan seco untado de algo amarillo. El baúl era color crema, humedecido y pesado, fileteado en un dorado opaco con curvas y moldes ridículos. Lo movía a empujones cansados, pero con cierto amor, abriéndose camino en los pasillos que olían a desinfectante barato. La tapa no podía cerrarse bien y desde adentro saltó una mano deshidratada, vestida con una camisa verde clara.

Miré a mi amigo parado frente a mí, el pan en sus labios rotos por el calor, mire a sus ojos hundidos y nos abrazamos. Mi sombra abrazó la suya y por un momento fuimos uno, el mismo amigo que se confunde en el reflejo del otro. Su sombra recibió la mía en silencio, como dos mascotas que se huelen en paz.

Félix, el amigo de verdad, de la infancia, nunca me había pedido nada, apuró su voz tartamuda: “Necesito un fa-fa-favor mi hermano, tu sabes que nuestro hito siempre ha sido sa-aaaa-asalir de Cuba, y ahora que mi padre haa-aa-a muerto, necesito que lo saques, lo traigo aquí cooo-o-o-onmigo”. Con cuidado empujó la mano del padre hacia adentro y abrió la tapa, levantó la punta de un gancho de colgar con facilidad y dejó ondear su contenido como una bandera desgonzada. Parecía una muda de trapos viejos, que los habitantes de la isla conservan durante décadas. Era su padre lo que colgaba, un Félix de otra época, de unos 50 años, el mismo cabello alambrado y ojos hundidos. Estaba seco, momificado.

Inmediatamente pensé en como doblarlo y meterlo en mi equipaje, angustia elemental del pasajero emigrante convertido en mensajero. Miré al fondo del baúl y supe que tenía que comprar nuevas maletas, toda la familia de Félix siempre soñó con irse, huir.

Compre cuatro maletines de hule negro, flexibles, para el padre, una tía y los abuelos. Todos colgando de ganchos llevaban sus mejores prendas, pantalones desteñidos pero bien planchados, zapatos embetunados, remendados.

Me senté a conversar con mi gran amigo, recordamos el karate, el día en que él recibió una golpiza por defenderme contra los de secundaria, recordamos el entrenamiento militar que organizaba el gobierno, recordamos a Daniela. Daniela y yo fuimos novios hasta que yo emigré. En el aeropuerto Félix me contó que se habían casado y divorciado, ella estaba obsesionada con huir. Los recordé a ambos como los amigos que siempre necesité en tantas ciudades extranjeras.

Varias personas se detenían a mirar mis maletas, comentaban “Tremenda idea, de esa manera no nos pueden prohibir viajar” “¿Quién te va a prohibir viajar muerto en un perchero?”. Preguntaron a Félix como logró mantener los cuerpos en tan buen estado después de quitarles la vida. “El proceso es sencillo, con un poco de eee-de formol y sa sa salitre del mar…” explicaba mi amigo a los curiosos.

Pasaron varias horas y el avión se retrasó. Félix no dijo nada de querer viajar, sin embargo su manera de inclinar el cuello y mirar a todos como a través de un cristal lo delataba. Parecía liado a un cordel invisible que le sostenía el cuerpo de marioneta a punto de evaporarse.

Durante la siguiente hora se presentaron una docena de personas cargadas de maletas y sacos. Se bajaban de autobuses estruendosos y caminaban hacia mí con sus matules. El primero comenzó por darme las gracias con el comprometido interés de quien está desesperado por resolver un problema, me explicó que había tomado la decisión de “preparar” a su esposa e hijos, con aprobación de ella, para que yo me los pudiera llevar. No pude negarme. Estaban los tres dentro de un saco, con sus respectivos ganchos y sus mejores ropas.

El vuelo se retrasó nuevamente. A través de la tarde llegaron decenas de personas, unas ancianas trajeron a sus esposos. Unos niños trajeron a sus amigos arrastrados por las calles, vestidos con uniforme escolar listos para viajar en mis maletas. Un mendigo entro desesperado con un cuchillo pidiendo ser preparado, buscándome y amenazándome de muerte en caso de que no accediera a llevarlo conmigo. Félix se encargo de él, me defendió como cuando éramos niños. “Toooo-ma el baul también. Ahí caben veee-einte cuerpos más... bien aprisionados”

Anocheció, Félix y yo recordamos como jugábamos de niños imaginando que el apartamento de mi abuela, donde yo vivía, era un barco. Luchábamos contra un enemigo invisible en edificios contiguos. Imaginábamos que éramos capitanes de una embarcación gigante y viajamos a todas partes en ella, vivos, conocimos gente nueva, asesinamos piratas, pescamos y naufragamos, como todos ahora frente a mí, como Félix en su sombra delgada, como yo en tierras libres lejos de la isla... un tumulto de peces... ee-ee eeeeces, todos peces. Algunos mas peces que otros, náufragos, algunos nadan más rápido otros, son lo que el resto es también, pero menos claramente, náufragos… al final del juego regresábamos a la isla con orgullo de triunfadores heridos.

Mi vuelo se canceló y me dieron un boleto para la mañana siguiente, dormí un rato sobre el baúl. Me desperté en la noche para encontrarme con una fila enorme a la salida del aeropuerto, un hombre vendía escaparates especiales para colgar cuerpos. Pensé que no podría con tantas personas pero no me atreví a decir nada. Sentí que era mi responsabilidad ayudar a huir a todo el que quisiera. Después de todo yo lo había hecho dejando detrás a todos los peces, mi abuela, amigos, vecinos, ahora tenía toda la carga de ellos y yo podía ser cualquiera de ellos.

El último cuerpo que me lleve lo trajo un hombre ovalado, de ojos húmedos, cabello y bigote negro. Lo reconocí cuando Félix comenzó su llanto, era el padre de Daniela y la traía envuelta en una mochila bien acolchonada. La saqué y la miré de cerca, era diferente a la niña que recuerdo, muy delgada y de un cabello hermoso, negro, rizado y brillante. La guardé en mi morral personal y me la llevé en mis hombros. Félix se sentó y ya no habló más.

Un poco después detrás de la multitud se parquearon unos autobuses viejos, rumiaron y oscurecieron el cielo con los pálpitos de sus motores. Los conductores y unos pocos ayudantes extirparon maletas sucias, negras, de una tela sintética y delgada que se calentaba bajo el sol. Del último autobús salió mi abuela arrastrando más bultos negros. Yo estaba en la entrada mirándolo todo y ella caminó hacia mí con pasos firmes y reales para reafirmar su vitalidad ante un pueblo que muere atontado, me abrazó llorando y dijo “debes llevártelo todo, es lo único que puedo dejarte”

Las maletas olían a sal, a cal, orine, sexo, a tormenta y otros desastres. Después del miedo abrí la primera, albergaba un trozo de concreto, era la esquina de un balcón, del balcón del apartamento de mi abuela. La dejé entre abierta y corrí a otra, luego a otra, las abrí todas, hurgué en ellas buscando algo diferente y siempre encontré lo mismo: tuberías, ladrillos, lozas, tinas, ventanas, todo en ruinas, inodoros, las puertas del ascensor. Todo el edificio había vuelto a mí empaquetado, como regresa el miedo, como una silla de ruedas, como un sueño, un recuerdo.

El avión es un espacio enorme abarrotado de equipaje. Yo me siento en lo último del pasillo sobre el baúl de mi amigo, con mi mochila a cuestas. Apenas se puede caminar por aquí, mi torso se eleva entre todas las maletas negras, los escaparates y algunos cuerpos que se quedaron sin empacar. Sentado al lado mío está el cuerpo de Félix colgando de su gancho.

En mi apartamento lejos de la isla abro los ojos al amanecer y confundo la cocina con una cabina, el cuarto y baño son como alas. No tengo sala en esta casa. Este también es mi avión, repleto de todos los que deje atrás para ser libres. Siempre a punto de despegar otra vez, emigrar de nuevo. Debo conseguir trabajo y continuar con todos a cuestas de mi total emigración. Me temo que esta no sea la mejor manera de avanzar, pero es la única que tengo.
Leer Más!

Friday, April 26, 2013

La Espera

Fila: serie de personas o cosas colocadas en línea. El término “cola” es sinónimo de “fila” en algunos países caribeños.

El rumor comenzó en la mañana, Verónica lo escuchó en la reunión matutina de su colegio. En los principales edificios del estado se distribuirán productos de primera necesidad, alimentos, ropas, juegos y computadoras. En algunos casos se le dará la oportunidad al pueblo de participar en elecciones, no se especificó de qué tipo. Esta parte no le importaba tanto a la gente. Verónica sin embargo se inquietó… ¿elegir qué? Durante muchos años quedó intrigada en esa pregunta.

Esa tarde las familias ansiosas comenzaron a organizarse en la entrada de las instituciones. Las madres cargaban a sus bebés y los ancianos se sentaban, estrujándose como papeles sobre las aceras. ¿Qué están dando ahí? Preguntaban transeúntes antes de unirse a la espera. Los niños estaban emocionados por recibir sus primeros videojuegos, las madres imaginaban como racionar los pollos y las carnes. Los viejos urgían pastillas y asientos nuevos para esperar su hora final cómodamente reclinados frente a un televisor a color. Vestían ropas raídas por los puños, la batea, el calor de la calle y el sudor de sus dueños. Las filas serpenteaban de una acera a otra, creciendo molecularmente como la cola de una bacteria.

Las puertas no abrieron la primera noche. Oficiales salieron de los edificios a merodear como arañas patrullando sus redes, brindaron agua y pan, comunicaron que los cargamentos estaban casi listos, que debían esperar por otro buque en camino desde Asia con más productos de mejor calidad. Hay para todos, calma y esperanza. Estos eventos se repitieron cada noche durante las primeras semanas. Las colas eran tan largas que el temor de la gente a perder sus lugares superaba las ganas de volver a sus casas. En días de lluvia las personas se bañaban y lavaban su ropa, compartían el jabón y se restregaban las espaldas solidariamente. Al día siguiente secaban sus ropas bajo el hirviente sol del trópico. Después del primer mes las parejas ya hacían el amor en la cola, sudaban, se comían los cuellos, los labios. Se sentían felices, se les unían otros, olvidaban la intemperie y el calor durante unos momentos. Luego tomaban una siesta para recuperarse y levantarse a continuar la espera.

Con el tiempo los oficiales se mostraron menos, salían armados por la noche y ponían carteles en las calles con imágenes de los productos que estaban a punto de distribuir. No pierdan la confianza, ya vienen. Ollas de cocinar, aspiradoras, maquinas de afeitar, carnes, televisores, bicicletas. Una que otra vez ponían televisores gigantes donde se mostraban diferentes maneras de cocinar los alimentos o instrucciones para conducir motocicletas y automóviles. Así se mantuvo la esperanza.

A los pocos meses el agua y los panes ya no salieron más. Para comer hubo que sacrificar animales que merodeaban cerca a las filas en busca de alimentos, les sacaban su grasa y su carne, gatos, perros, aves y alguna que otra vez un cerdo.

Tratar de mantenerse de pie en la cola era importante, pues en cualquier momento avanzaría y habría que apresurarse. Los niños se desmayaban, los ancianos olvidaban la historia cada vez con más frecuencia y caían desplomados con la gravedad de cualquier anciano que no recuerda. La atención médica era escasa, los doctores no querían salir de la fila para atender a otros por miedo a perder sus sitios. Se acostumbraron a hablar de lo mismo, a ver las mismas caras, los locos, el ladrón, el infiel, la arpía, los sucios.

A los nueve meses comenzaron a nacer bebes en la cola. Salían de sus madres y se sentaron a esperar. Cuando comenzaban a gatear para perseguir una mariposa o alguno de los perros que quedaban, las madres nerviosas los cargaban y ponían en línea otra vez. Fue fácil para ellos adaptarse, permanecían de pie largas horas.

El pueblo entero participaba en las filas, las filas eran el pueblo, los oficiales salían solamente para asegurarse de que no hubiera violencia y nadie se atrevía a preguntarles por miedo a ser acusados de no creer. Se preguntaban entre ellos, ¿Cuánto falta? ¿A ti te han dado algo? ¿Es verdad que han muerto algunos?

Por pura nostalgia un pequeño grupo de personas decidieron regresar a sus casas abandonadas 10 años atrás. Se encontraron con huecos en los techos y tablas podridas. Les habían robado todo y se dispusieron a recuperarlo. Regresaron a alertar a los demás, gritaron enfurecidos. Algunos les creyeron y se les unieron, arrastraron su propia serpiente pequeña y viva por las calles. La mayoría se mantuvieron escépticos en sus serpientes enfermas desde el principio y creyeron la versión de cientos de oficiales que salieron inmediatamente a aclarar la situación.

Son una escoria que no les importa la gente, no los escuchen, solo quieren que el pueblo abandone las colas para ponerse ellos y obtener los mejores puestos, manténganse en sus lugares… no abandonen la esperanza y el tiempo que han invertido… se acerca el momento, todos tendrán lo que merecen.

Llovieron piedras sobre las cabezas de las escorias, algunos huyeron y nunca se les vió regresar. Algunos pidieron perdón y los mandaron al final de las colas donde vivieron el resto de sus vidas en silencio. Verónica vió horrorizada como arrastraban a los demás por el suelo, dejaban la piel en el asfalto, dos dientes saltaron cerca a sus pies y ella los recogió con cuidado pero nunca pudo devolverlos. Continuó guardando su lugar con esperanzas y temor. Sus sueños de llegar a la puerta y escoger un camino la mantenían emocionada al final de su adolescencia.

Una paz machucada y obscena paz se hizo costumbre. Las personas olvidaron su edad, sus nombres y sus familiares, olvidaron porqué estaban en la fila. Nadie se imaginaba la vida sin una persona detrás y otra delante. Los oficiales dejaron de aparecer, todo estaba en equilibrio. La gente no se atrevía a tocar a la puerta de los edificios… ¿para qué preguntar? Esperemos tranquilos, algo pasará pronto.

Verónica era ya una mujer, había tenido una hija. La niña Beronika, curiosa, descalza, padecía de algo parecido a la epilepsia. En la madrugada caminaba dormida, se perdía, días después la regresaban a su madre de mano en mano a través de la fila. En una ocasión Beronika no regresó. Pasó un mes antes de que su madre decidiera salir a buscarla. Caminó entre filas, preguntaba a la gente, corrió inspeccionando a las niñas pequeñas que encontraba. Sabía que ya no le devolverían su puesto, que tendría que empezar a hacer la cola desde atrás. Caminó de punta a cabo las serpientes sin respuestas o con respuestas absurdas. La niña sonámbula pasó hace unos años por aquí, fue en esa dirección, decían las miradas atemorizadas al ver a una mujer sin posición en la cola. Andaba cerca a uno de los edificios cuando un anciano de rodillas le juró que una niña había entrado por esa puerta una madrugada días antes. Él era insomne y la había visto con sus propios ojos, pero no vaya a entrar ahí, ahí vive el jefe.

A través de la puerta del edificio a medio cerrar iluminaba una luz amarilla, en otros tiempos la hubieran apedreado o arrestado por acercarse tanto. El edificio había perdido su color, la fachada se caía a pedazos, a los balcones le faltaban barandas. Parecía la entrada a un laberinto de seres míticos. Se miró las manos y recordó su primera ilusión antes de sumarse a la cola: elegir. Sintió las viejas ganas de entrar por la puerta y escoger algo que deseaba entre diferentes opciones. Ahora tenía su elección, después de décadas de espera.

Empujó la puerta despacio y encontró un pasillo ancho y vacío, la loza era de un blanco empolvado y con patrones circulares negros y delgados, como las filas. En una mesa de madera, una secretaria delgada vestida de uniforme verde había dejado su cabeza sobre un crucigrama antes de morir, su cuerpo no se separó de los cuadros vacios y las letras que le habían hecho compañía durante su vida. De las escaleras del fondo un sonido eléctrico, risas débiles y una tos estrepitosa llegaban hasta los oídos de Verónica.

Cada paso que daba tenía su eco, contra la cabeza blanca del cadáver de la secretaria el eco muerto, en las puertas abiertas de los baños el eco apestoso, de la escalera el eco asesino. Subió al segundo piso, estaba lleno de sofás, escritorios y sillas. Generales condecorados, ancianos y calvos, estaban sentados, a algunos se le veían sus huesos faciales y dos huecos enormes reemplazaban sus ojos. Sobre las mesas habían tazas de café servidas desde hacía meses, quesos, buen whisky.

Tres oficiales cincuentones aún con vida en un sofá aplaudían estúpidamente a un viejo moribundo cubierto de pelos y delgado que en su silla de ruedas eléctrica aceleraba hasta chocar contra la pared como tratando de escapar mientras daba una orden incomprensible. El estruendo de cada choque hacia vibrar los enormes cuadros que guardaban la fotografía del mismo hombre cuando joven, cuando adulto, cuando viejo. De la silla de rueda estaba colgada Beronika, divertida y juguetona. Le cortaba la barba al viejo con unas tijeras y le movía la cabeza de un lado a otro, lo ayudaba a estallarse contra las paredes, convencida de que era un juguete. Había estado comiéndose las sobras de los generales y durmiendo en sus camas. Los tres oficiales reían lánguidos una risa marchita y de vez en cuando aplaudían festejando el juego de la niña.

La madre se sentó estremecida, su hija corrió a abrazarla y se besaron. Vamos, es hora de ir a casa. Apagó la silla de ruedas eléctrica. Salió del edificio con Beronika en su brazo derecho y una bolsa de comida en el izquierdo. Dió la bolsa al anciano que encabezaba la cola, aquí están sus productos señor, váyase a su hogar. -¿y usted?- nervioso.

Verónica no respondió. Se fue con su hija a su antigua casa dejando la puerta del edificio abierta de par en par para el resto de la gente. Lemis Tarajano Baltimore Deciembre, 2012

Fotos: Lemis Tarajano
Leer Más!