El rumor comenzó en la mañana, Verónica lo escuchó en la reunión matutina de su colegio. En los principales edificios del estado se distribuirán productos de primera necesidad, alimentos, ropas, juegos y computadoras. En algunos casos se le dará la oportunidad al pueblo de participar en elecciones, no se especificó de qué tipo. Esta parte no le importaba tanto a la gente. Verónica sin embargo se inquietó… ¿elegir qué? Durante muchos años quedó intrigada en esa pregunta.
Esa tarde las familias ansiosas comenzaron a organizarse en la entrada de las instituciones. Las madres cargaban a sus bebés y los ancianos se sentaban, estrujándose como papeles sobre las aceras. ¿Qué están dando ahí? Preguntaban transeúntes antes de unirse a la espera. Los niños estaban emocionados por recibir sus primeros videojuegos, las madres imaginaban como racionar los pollos y las carnes. Los viejos urgían pastillas y asientos nuevos para esperar su hora final cómodamente reclinados frente a un televisor a color. Vestían ropas raídas por los puños, la batea, el calor de la calle y el sudor de sus dueños. Las filas serpenteaban de una acera a otra, creciendo molecularmente como la cola de una bacteria.
Las puertas no abrieron la primera noche. Oficiales salieron de los edificios a merodear como arañas patrullando sus redes, brindaron agua y pan, comunicaron que los cargamentos estaban casi listos, que debían esperar por otro buque en camino desde Asia con más productos de mejor calidad. Hay para todos, calma y esperanza. Estos eventos se repitieron cada noche durante las primeras semanas. Las colas eran tan largas que el temor de la gente a perder sus lugares superaba las ganas de volver a sus casas. En días de lluvia las personas se bañaban y lavaban su ropa, compartían el jabón y se restregaban las espaldas solidariamente. Al día siguiente secaban sus ropas bajo el hirviente sol del trópico. Después del primer mes las parejas ya hacían el amor en la cola, sudaban, se comían los cuellos, los labios. Se sentían felices, se les unían otros, olvidaban la intemperie y el calor durante unos momentos. Luego tomaban una siesta para recuperarse y levantarse a continuar la espera.
Con el tiempo los oficiales se mostraron menos, salían armados por la noche y ponían carteles en las calles con imágenes de los productos que estaban a punto de distribuir. No pierdan la confianza, ya vienen. Ollas de cocinar, aspiradoras, maquinas de afeitar, carnes, televisores, bicicletas. Una que otra vez ponían televisores gigantes donde se mostraban diferentes maneras de cocinar los alimentos o instrucciones para conducir motocicletas y automóviles. Así se mantuvo la esperanza.
A los pocos meses el agua y los panes ya no salieron más. Para comer hubo que sacrificar animales que merodeaban cerca a las filas en busca de alimentos, les sacaban su grasa y su carne, gatos, perros, aves y alguna que otra vez un cerdo.
Tratar de mantenerse de pie en la cola era importante, pues en cualquier momento avanzaría y habría que apresurarse. Los niños se desmayaban, los ancianos olvidaban la historia cada vez con más frecuencia y caían desplomados con la gravedad de cualquier anciano que no recuerda. La atención médica era escasa, los doctores no querían salir de la fila para atender a otros por miedo a perder sus sitios. Se acostumbraron a hablar de lo mismo, a ver las mismas caras, los locos, el ladrón, el infiel, la arpía, los sucios.
A los nueve meses comenzaron a nacer bebes en la cola. Salían de sus madres y se sentaron a esperar. Cuando comenzaban a gatear para perseguir una mariposa o alguno de los perros que quedaban, las madres nerviosas los cargaban y ponían en línea otra vez. Fue fácil para ellos adaptarse, permanecían de pie largas horas.
El pueblo entero participaba en las filas, las filas eran el pueblo, los oficiales salían solamente para asegurarse de que no hubiera violencia y nadie se atrevía a preguntarles por miedo a ser acusados de no creer. Se preguntaban entre ellos, ¿Cuánto falta? ¿A ti te han dado algo? ¿Es verdad que han muerto algunos?
Por pura nostalgia un pequeño grupo de personas decidieron regresar a sus casas abandonadas 10 años atrás. Se encontraron con huecos en los techos y tablas podridas. Les habían robado todo y se dispusieron a recuperarlo. Regresaron a alertar a los demás, gritaron enfurecidos. Algunos les creyeron y se les unieron, arrastraron su propia serpiente pequeña y viva por las calles. La mayoría se mantuvieron escépticos en sus serpientes enfermas desde el principio y creyeron la versión de cientos de oficiales que salieron inmediatamente a aclarar la situación.
Son una escoria que no les importa la gente, no los escuchen, solo quieren que el pueblo abandone las colas para ponerse ellos y obtener los mejores puestos, manténganse en sus lugares… no abandonen la esperanza y el tiempo que han invertido… se acerca el momento, todos tendrán lo que merecen.
Llovieron piedras sobre las cabezas de las escorias, algunos huyeron y nunca se les vió regresar. Algunos pidieron perdón y los mandaron al final de las colas donde vivieron el resto de sus vidas en silencio. Verónica vió horrorizada como arrastraban a los demás por el suelo, dejaban la piel en el asfalto, dos dientes saltaron cerca a sus pies y ella los recogió con cuidado pero nunca pudo devolverlos. Continuó guardando su lugar con esperanzas y temor. Sus sueños de llegar a la puerta y escoger un camino la mantenían emocionada al final de su adolescencia.
Una paz machucada y obscena paz se hizo costumbre. Las personas olvidaron su edad, sus nombres y sus familiares, olvidaron porqué estaban en la fila. Nadie se imaginaba la vida sin una persona detrás y otra delante. Los oficiales dejaron de aparecer, todo estaba en equilibrio. La gente no se atrevía a tocar a la puerta de los edificios… ¿para qué preguntar? Esperemos tranquilos, algo pasará pronto.
Verónica era ya una mujer, había tenido una hija. La niña Beronika, curiosa, descalza, padecía de algo parecido a la epilepsia. En la madrugada caminaba dormida, se perdía, días después la regresaban a su madre de mano en mano a través de la fila. En una ocasión Beronika no regresó. Pasó un mes antes de que su madre decidiera salir a buscarla. Caminó entre filas, preguntaba a la gente, corrió inspeccionando a las niñas pequeñas que encontraba. Sabía que ya no le devolverían su puesto, que tendría que empezar a hacer la cola desde atrás. Caminó de punta a cabo las serpientes sin respuestas o con respuestas absurdas. La niña sonámbula pasó hace unos años por aquí, fue en esa dirección, decían las miradas atemorizadas al ver a una mujer sin posición en la cola. Andaba cerca a uno de los edificios cuando un anciano de rodillas le juró que una niña había entrado por esa puerta una madrugada días antes. Él era insomne y la había visto con sus propios ojos, pero no vaya a entrar ahí, ahí vive el jefe.
A través de la puerta del edificio a medio cerrar iluminaba una luz amarilla, en otros tiempos la hubieran apedreado o arrestado por acercarse tanto. El edificio había perdido su color, la fachada se caía a pedazos, a los balcones le faltaban barandas. Parecía la entrada a un laberinto de seres míticos. Se miró las manos y recordó su primera ilusión antes de sumarse a la cola: elegir. Sintió las viejas ganas de entrar por la puerta y escoger algo que deseaba entre diferentes opciones. Ahora tenía su elección, después de décadas de espera.
Empujó la puerta despacio y encontró un pasillo ancho y vacío, la loza era de un blanco empolvado y con patrones circulares negros y delgados, como las filas. En una mesa de madera, una secretaria delgada vestida de uniforme verde había dejado su cabeza sobre un crucigrama antes de morir, su cuerpo no se separó de los cuadros vacios y las letras que le habían hecho compañía durante su vida. De las escaleras del fondo un sonido eléctrico, risas débiles y una tos estrepitosa llegaban hasta los oídos de Verónica.
Cada paso que daba tenía su eco, contra la cabeza blanca del cadáver de la secretaria el eco muerto, en las puertas abiertas de los baños el eco apestoso, de la escalera el eco asesino. Subió al segundo piso, estaba lleno de sofás, escritorios y sillas. Generales condecorados, ancianos y calvos, estaban sentados, a algunos se le veían sus huesos faciales y dos huecos enormes reemplazaban sus ojos. Sobre las mesas habían tazas de café servidas desde hacía meses, quesos, buen whisky.
Tres oficiales cincuentones aún con vida en un sofá aplaudían estúpidamente a un viejo moribundo cubierto de pelos y delgado que en su silla de ruedas eléctrica aceleraba hasta chocar contra la pared como tratando de escapar mientras daba una orden incomprensible. El estruendo de cada choque hacia vibrar los enormes cuadros que guardaban la fotografía del mismo hombre cuando joven, cuando adulto, cuando viejo. De la silla de rueda estaba colgada Beronika, divertida y juguetona. Le cortaba la barba al viejo con unas tijeras y le movía la cabeza de un lado a otro, lo ayudaba a estallarse contra las paredes, convencida de que era un juguete. Había estado comiéndose las sobras de los generales y durmiendo en sus camas. Los tres oficiales reían lánguidos una risa marchita y de vez en cuando aplaudían festejando el juego de la niña.
La madre se sentó estremecida, su hija corrió a abrazarla y se besaron. Vamos, es hora de ir a casa. Apagó la silla de ruedas eléctrica. Salió del edificio con Beronika en su brazo derecho y una bolsa de comida en el izquierdo. Dió la bolsa al anciano que encabezaba la cola, aquí están sus productos señor, váyase a su hogar. -¿y usted?- nervioso.
Verónica no respondió. Se fue con su hija a su antigua casa dejando la puerta del edificio abierta de par en par para el resto de la gente. Lemis Tarajano Baltimore Deciembre, 2012
Fotos: Lemis Tarajano
exelente
ReplyDeleteEscribe maravilloso! Gracias. (S. L.)
ReplyDeleteFelicidades Mr. Lemis de veras un abrazo y muy bueno
ReplyDeleteesto es una maravilla de mensaje , gracias
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