La primera entrega ocurrió cuando estaba a punto de registrar las maletas para poner fin a mí visita. Félix entró a la suciedad del aeropuerto arrastrando su sombra flácida y un baúl más grande que él. Se apresuraba a la boca un pan seco untado de algo amarillo. El baúl era color crema, humedecido y pesado, fileteado en un dorado opaco con curvas y moldes ridículos. Lo movía a empujones cansados, pero con cierto amor, abriéndose camino en los pasillos que olían a desinfectante barato. La tapa no podía cerrarse bien y desde adentro saltó una mano deshidratada, vestida con una camisa verde clara.
Miré a mi amigo parado frente a mí, el pan en sus labios rotos por el calor, mire a sus ojos hundidos y nos abrazamos. Mi sombra abrazó la suya y por un momento fuimos uno, el mismo amigo que se confunde en el reflejo del otro. Su sombra recibió la mía en silencio, como dos mascotas que se huelen en paz.
Félix, el amigo de verdad, de la infancia, nunca me había pedido nada, apuró su voz tartamuda: “Necesito un fa-fa-favor mi hermano, tu sabes que nuestro hito siempre ha sido sa-aaaa-asalir de Cuba, y ahora que mi padre haa-aa-a muerto, necesito que lo saques, lo traigo aquí cooo-o-o-onmigo”. Con cuidado empujó la mano del padre hacia adentro y abrió la tapa, levantó la punta de un gancho de colgar con facilidad y dejó ondear su contenido como una bandera desgonzada. Parecía una muda de trapos viejos, que los habitantes de la isla conservan durante décadas. Era su padre lo que colgaba, un Félix de otra época, de unos 50 años, el mismo cabello alambrado y ojos hundidos. Estaba seco, momificado.
Inmediatamente pensé en como doblarlo y meterlo en mi equipaje, angustia elemental del pasajero emigrante convertido en mensajero. Miré al fondo del baúl y supe que tenía que comprar nuevas maletas, toda la familia de Félix siempre soñó con irse, huir.
Compre cuatro maletines de hule negro, flexibles, para el padre, una tía y los abuelos. Todos colgando de ganchos llevaban sus mejores prendas, pantalones desteñidos pero bien planchados, zapatos embetunados, remendados.
Me senté a conversar con mi gran amigo, recordamos el karate, el día en que él recibió una golpiza por defenderme contra los de secundaria, recordamos el entrenamiento militar que organizaba el gobierno, recordamos a Daniela. Daniela y yo fuimos novios hasta que yo emigré. En el aeropuerto Félix me contó que se habían casado y divorciado, ella estaba obsesionada con huir. Los recordé a ambos como los amigos que siempre necesité en tantas ciudades extranjeras.
Varias personas se detenían a mirar mis maletas, comentaban “Tremenda idea, de esa manera no nos pueden prohibir viajar” “¿Quién te va a prohibir viajar muerto en un perchero?”. Preguntaron a Félix como logró mantener los cuerpos en tan buen estado después de quitarles la vida. “El proceso es sencillo, con un poco de eee-de formol y sa sa salitre del mar…” explicaba mi amigo a los curiosos.
Pasaron varias horas y el avión se retrasó. Félix no dijo nada de querer viajar, sin embargo su manera de inclinar el cuello y mirar a todos como a través de un cristal lo delataba. Parecía liado a un cordel invisible que le sostenía el cuerpo de marioneta a punto de evaporarse.
Durante la siguiente hora se presentaron una docena de personas cargadas de maletas y sacos. Se bajaban de autobuses estruendosos y caminaban hacia mí con sus matules. El primero comenzó por darme las gracias con el comprometido interés de quien está desesperado por resolver un problema, me explicó que había tomado la decisión de “preparar” a su esposa e hijos, con aprobación de ella, para que yo me los pudiera llevar. No pude negarme. Estaban los tres dentro de un saco, con sus respectivos ganchos y sus mejores ropas.
El vuelo se retrasó nuevamente. A través de la tarde llegaron decenas de personas, unas ancianas trajeron a sus esposos. Unos niños trajeron a sus amigos arrastrados por las calles, vestidos con uniforme escolar listos para viajar en mis maletas. Un mendigo entro desesperado con un cuchillo pidiendo ser preparado, buscándome y amenazándome de muerte en caso de que no accediera a llevarlo conmigo. Félix se encargo de él, me defendió como cuando éramos niños. “Toooo-ma el baul también. Ahí caben veee-einte cuerpos más... bien aprisionados”
Anocheció, Félix y yo recordamos como jugábamos de niños imaginando que el apartamento de mi abuela, donde yo vivía, era un barco. Luchábamos contra un enemigo invisible en edificios contiguos. Imaginábamos que éramos capitanes de una embarcación gigante y viajamos a todas partes en ella, vivos, conocimos gente nueva, asesinamos piratas, pescamos y naufragamos, como todos ahora frente a mí, como Félix en su sombra delgada, como yo en tierras libres lejos de la isla... un tumulto de peces... ee-ee eeeeces, todos peces. Algunos mas peces que otros, náufragos, algunos nadan más rápido otros, son lo que el resto es también, pero menos claramente, náufragos… al final del juego regresábamos a la isla con orgullo de triunfadores heridos.
Mi vuelo se canceló y me dieron un boleto para la mañana siguiente, dormí un rato sobre el baúl. Me desperté en la noche para encontrarme con una fila enorme a la salida del aeropuerto, un hombre vendía escaparates especiales para colgar cuerpos. Pensé que no podría con tantas personas pero no me atreví a decir nada. Sentí que era mi responsabilidad ayudar a huir a todo el que quisiera. Después de todo yo lo había hecho dejando detrás a todos los peces, mi abuela, amigos, vecinos, ahora tenía toda la carga de ellos y yo podía ser cualquiera de ellos.
El último cuerpo que me lleve lo trajo un hombre ovalado, de ojos húmedos, cabello y bigote negro. Lo reconocí cuando Félix comenzó su llanto, era el padre de Daniela y la traía envuelta en una mochila bien acolchonada. La saqué y la miré de cerca, era diferente a la niña que recuerdo, muy delgada y de un cabello hermoso, negro, rizado y brillante. La guardé en mi morral personal y me la llevé en mis hombros. Félix se sentó y ya no habló más.
Un poco después detrás de la multitud se parquearon unos autobuses viejos, rumiaron y oscurecieron el cielo con los pálpitos de sus motores. Los conductores y unos pocos ayudantes extirparon maletas sucias, negras, de una tela sintética y delgada que se calentaba bajo el sol. Del último autobús salió mi abuela arrastrando más bultos negros. Yo estaba en la entrada mirándolo todo y ella caminó hacia mí con pasos firmes y reales para reafirmar su vitalidad ante un pueblo que muere atontado, me abrazó llorando y dijo “debes llevártelo todo, es lo único que puedo dejarte”
Las maletas olían a sal, a cal, orine, sexo, a tormenta y otros desastres. Después del miedo abrí la primera, albergaba un trozo de concreto, era la esquina de un balcón, del balcón del apartamento de mi abuela. La dejé entre abierta y corrí a otra, luego a otra, las abrí todas, hurgué en ellas buscando algo diferente y siempre encontré lo mismo: tuberías, ladrillos, lozas, tinas, ventanas, todo en ruinas, inodoros, las puertas del ascensor. Todo el edificio había vuelto a mí empaquetado, como regresa el miedo, como una silla de ruedas, como un sueño, un recuerdo.
El avión es un espacio enorme abarrotado de equipaje. Yo me siento en lo último del pasillo sobre el baúl de mi amigo, con mi mochila a cuestas. Apenas se puede caminar por aquí, mi torso se eleva entre todas las maletas negras, los escaparates y algunos cuerpos que se quedaron sin empacar. Sentado al lado mío está el cuerpo de Félix colgando de su gancho.
En mi apartamento lejos de la isla abro los ojos al amanecer y confundo la cocina con una cabina, el cuarto y baño son como alas. No tengo sala en esta casa. Este también es mi avión, repleto de todos los que deje atrás para ser libres. Siempre a punto de despegar otra vez, emigrar de nuevo. Debo conseguir trabajo y continuar con todos a cuestas de mi total emigración. Me temo que esta no sea la mejor manera de avanzar, pero es la única que tengo.
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