Thursday, December 15, 2016

Tarareo

La conocí en un avión, de eso estoy seguro. El recuerdo es sólido como el sol rutilante sobre una plaza de palomas (las sombras no son nada). Yo iba cansado, ella también, era evidente que peregrinaba, su ropa de tejidos, su bolsa de tejidos, guardaban aire puro y sucio. Una trenza larga, descuidada, pero no olvidada, ahí estaba su personalidad. En fin, no recuerdo su nombre y ella menos el mío, pero recuerdo bien su superficie de crema y recuerdo que recorrimos el mundo.

Mientras todos en el vuelo dormían ella escuchaba una canción que yo reconocí. Le hablé, me presto un audífono y la escuchamos juntos. El error (digámosle así) radicó en que tararemos juntos la melodía. El sonido (digámosle así) llego a los oídos del hindú del asiento de al lado. El hindú despertó por un instante y escuchó. Y así fue como me junte con ella. En ese momento nuestros asientos se vaciaron, dejamos de ser sólidos y nos convertimos en esa canción, nos metimos en la cabeza del hindú. Sentí que ya yo no existía pero a la vez que paseaba por calles alborotadas de Mumbai, nadaba en un rio negro de Pakistán con niños delgados mientras un grupo de muchachas curiosas miraban y reían sobre una piedra verde, vi comer carnes sumergidas en salsas densas. Estaba metido en el fondo de la cabeza de ese hindú, y ella estaba a mi lado, mejor dicho, yo completamente mezclado con ella.

Estuvimos entrelazados en el hindú por dos días, comiendo con su familia, escuchando a otros hindús en una oficina, montando autobuses calientes. Al tercer día bailamos y cantamos en su fiesta de cumpleaños. Fue ahí cuando el señor recordó la canción que fuimos ella y yo, nos recordó, claro que no tenía idea que era la canción que estaban tarareando los desaparecidos del avión. Entre un beso y un ‘gracias por venir’ nos tarareo rodeado de su familia y amigos. Ahí fue cuando salimos de su cabeza. Mi piel pegada a la de ella como una trenza en la espuma de la orilla. Salimos de la boca del hindú y nos colamos por los oídos de todos los que estaban a su alrededor.

Creo que nos metimos en las cabezas de 15 personas y a partir de aquí no puedo hacer una historia coherente. Sé que vimos camellos, la aurora boreal, vimos morir a un tigre blanco en un zoológico chino, pescamos en altamar peces hermosos y fuertes como troncos de árbol aferrados a la vida, bailamos, se lloró mucho en una ciudad que parecía latinoamericana, hicimos el amor, hablamos con muertos, pasamos abrazados de cientos de amantes que tarareaban a otros cientos de amantes. Alcanzamos el hielo y los volcanes de los polos en menos de un año.

No recuerdo tampoco cuando fue que el mundo empezó a olvidarnos, la canción, el murmullo moría en las cabezas. Pude tener una idea clara de mi fusión con ella nuevamente cuando una joven niña en Quito se sentó frente a su ordenador a buscar la canción que le había oído tararear a su joven maestro en la escuela. Buscó letras, palabras, frases, la-la-la-la, pero no encontró nada, nos trató de cantar en el proceso pero no lo consiguió. Después de veinte minutos de búsqueda se dedicó a un juego de princesas digitales. Entonces deduzco: el hindú nos había olvidado, sus quince amigos nos olvidaron, los cientos de miles y el joven profesor de la niña nos olvidó, la niña nos olvidó. El olvido nos permitió aparecer físicamente sobre la faz de esta tierra una vez más, ella y yo.

Creo haberla visto o haberla olido (ya su olor es una memoria física) en las calles de Quito. Yo buscaba un lugar de donde telefonear a casa.

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